Tuesday, December 12, 2006

Mea Culpa. Mi Culpa. (Aparte de Reviernes de dos gemelas...)

Mea Culpa. De todo lo hecho en mi vida me culpo. De la terrible sumisión a tu estética permitiendo que mi voluntad no se impusiera. Permití, basado en mi superioridad mental, basado en mi comprensión de tus razones, que mantuvieras por años tus escenas de celos infundidos e infundados, tus caprichos de niña maleducada y consentida, tus secretos deseos que jamás llamaré aberraciones. Mea culpa mi desidia por andar embullado con pensamientos altruistas y generosos que juzgaban como infantiles todas tus pataletas.
Mea culpa subir ahora hasta la cima de esta colina desde la que puedo divisar el valle y las praderas de tu cuerpo desnudo que a veces me excita y a veces me congela un grito de terror desconfiado que se queda atrapado en mi garganta. Luego desde la cima me descuelgo o salgo flotando, mientras mis ojos ven las degradaciones del verde de un paisaje, que no solo imagino sino recuerdo, mientras advierto una sensación de frescura indescriptible sobre mi cuerpo; mis pies volando sin apoyo, mis brazos aleteando y mi cabeza sumida en los más fantásticos sueños de grandeza o perdición.
Mea Culpa. Mi culpa es no poder mantenerme volando. No poder seguir cabalgando sobre las nubes de mis sueños imaginados en el alba, buscando los reflejos de mi vida en tu vida, de mi cuerpo en tu cuerpo. Transitamos por sueños de ciudades abigarradas por una senda estrecha. No había sentido hambre ni sed, solo descubierto que cabalgaba sobre el viento.
La casa paterna había sido sacudida por un terremoto y sus aposentos perdieron el resplandor y de sus jardines solo una rosa amarilla se mantenía tronchada sobre un hilo a punto de reventar. Allí las dos gemelas crecieron corriendo como dos gatos silvestres revolcándose sobre la hierba, por los corredores de la mansión y hoy todavía se escuchaba el eco del arpegio de las notas de sus guitarras y las ondas invisibles y circulares de sus voces cantando bambucos, pasillos y torbellinos.
Y como un torbellino me llegaban los recuerdos y por eso también me sentía culpable. Mea Culpa. Mi culpa por no haber entendido que la estética no puede sobrevivir sin la ética. No podía entender que había muerto pero sentía que cada día y a cada instante estamos muriendo poco a poco.
Tal vez todo lo que vemos es parte de un ritual que se repite circularmente. Sin tiempo y sin espacio. Los pueblos donde vivimos otras infancias, aquellas con un bobo de pueblo, con un borracho impenitente, con forasteros enamorados de las cantineras se repiten en otros pueblos dejados de la mano de Dios y de los hombres y los borrachos y los bobos son ahora nuevos gurus urbanos.
Y sin embargo, todo existe gracias a una mujer que no eres tú. Ni tú. Ni tú. Gata esponjosa que se antoja la reina y centro del universo. Se recuesta y se estira sobre los rayos del sol que atraviesan las cortinas de su habitación para seducir al sol y esclavizarlo con su piel tostándose irremediablemente mientras se entrega y subyuga al astro rey. Gracias a ella hay un momento en el crepúsculo en que las cosas brillan más, el oro es más dorado, el agua más transparente. Por ella los condes, los caballeros y los hombres corrientes se agitan y se hacen lascivos y se rinden a las tentaciones que alteran a los santos. Ellas se vuelven el horizonte hacia el que apuntan los rayos del sol de los venados mientras las flores pierden sus pétalos y las hojas se desparraman por los caminos. No es extraordinaria su desnudez de seda ni los dragones de fuego de su pétalo escondido entre la brevedad de sus labios y los lazos con que amarra a las abejas que se atreven con sus mieles. Ella se deleita viendo rodar las cabezas de quienes intentaron amarla y no supieron comprender sus caprichos.

Mea culpa. No distinguir si es un hombre, un árbol o una roca que se precipita desde lo alto de la cordillera. Cuando resbalamos sobre una cáscara o tropezamos de nuevo con la misma piedra, la piel se agrieta al roce de tu cuerpo desnudo y las escamas de tus aletas de sirena me hieren las puntas de los dedos y mis palpitaciones son martillazos que me rompen el pecho. Nos asustamos con nuestras sensaciones. Tenemos miedo de afrontar nuestras veleidades, de asomarnos a la caverna de nuestra propia imaginación. No nos atrevemos a mirar el espejo donde se revuelcan desnudas nuestras pasiones por que nos tememos a nosotros mismos. Mea culpa. Tenemos horror al hombre que llevamos adentro, tenemos horror a la mujer que nos invade o habita en nuestro cuerpo. Horror a nosotros mismos y horror a aquello que los otros tienen de nosotros. Horror a la propia identidad, horror a reconocernos en los otros. Entonces adoramos ídolos de barro, locutores de radio y presentadores de noticias de la televisión. Mea culpa. Se puede vivir con los ojos hinchados de no dormir agotados por la pensadera o vivir descansados sin conciencia con los ojos operados por el último cirujano de moda. También desnudos se puede vivir. Mea culpa. Me culpo de tu intolerancia, de tu olor a jazmines derramados, a tus nalgas redondas que se dejan vencer por el deseo.
No concibo una enfermedad más repugnante que la ignorancia. Estar tan cerca del reino animal, no lo concibo. Y menos la falta de memoria de los pueblos y las vulgares campañas de los locutores y animadores que se creen poseedores de la verdad por que fascinan animales superiores llamados televidentes o radioescuchas. No concibo la ignorancia del que habla como un loro y del que escucha al loro y lo deifica. Mea culpa. Me culpo por todos los ignorantes que hacen chirriar las cadenas y derriten los témpanos con su mediocridad e indiferencia. Siento culpa por los que están medrando por un mendrugo o un plato de sopa. Mea culpa. Por todos los que han tenido que vender su primogenitura por un plato de lentejas. Revolotean como gallinazos alrededor de la carroña y quieren hacernos creer que sus guerras son justas y que podemos matar impenitentemente. Mea culpa. Por todos los asesinos de palomas, violadores de niños, tramitadores de la guerra que se esconden en sus grandes oficinas a decidir el destino del resto de humanos y a ordenar masacres impunemente. Mea culpa.
Desde los templos del Nilo hasta los de la India. Desde el Taj Mahal hasta la Catedral Nacional de Washington y por las Catedrales de Colonia y Notre Dame se esparce el olor de la sangre derramada en el Sudan, en Bagdad, en el Líbano, en el Pato y Rio Chiquito, en las orillas del Atrato y del Nilo, en la franja de Gaza, en Afganistán y en el Urabá. Se esparce la sangre. Mea culpa.
Aquellos que se aprovechan de la providencia para gobernarnos con indolencia y egoismo. Aquellos empotrados en sus tronos construídos con la sangre de millones, aquellos que no tienen conciencia del viaje que es la vida y de todos los viajes de todos los que nos precedieron y nos sucederán, aquellos que enlutan millones de hogares, que anuncian tiempos lúgubres con su presencia, aquellos poderosos e indiferentes me hacen sentir vergüenza de ser hombre. Mea culpa.
Entonces para no morir de vergüenza camino para espiar mi dolor y mi pavor. Recorro la ciudad. El viento helado del invierno que se anuncia pincha mis poros acostumbrados al calor y recorro las vitrinas de las librerías y de los almacenes de muebles con sus diseños modernos y futuristas y me siento en la banca de un parque agobiado por el peso de mi propia culpa. Mea culpa. Amen.

Tuesday, December 05, 2006

Punto de Encuentro con la Literatura (II)

El profesor Luis A. Miranda entrevista al escritor Jose O. Alvarez.