Wednesday, September 20, 2006

El Narrador de Creencias (Capitulo 1. 1a. parte)

El Narrador de Creencias
La Ubicación
1

Caminó 240 metros trepando la colina y luego se devolvió tropezando o pateando las piedras del camino, así como lo hacía cada mañana, y luego comenzó a sentir la tierra del monte debajo de las plantas de sus pies. Entonces se detuvo, se quito las sandalias y las sacudió, oriento sus pasos hacia la pequeña casa que se divisaba en el horizonte. Una vez allí, se desplomó como un naufrago en su sofá y empezó a desmenuzar las palabras con las que construiría el texto por el que tanto había luchado toda la noche, ese texto que lo hacía despertar a cada rato empapado en sudor. Tenía delimitado el ámbito concupiscente que le daría el tono a la escena pero quería encontrar aún las palabras correctas que diferenciaran el nominativo descriptivo, guerrero, luchador, guerrillero, valiente, audaz, héroe, bandido, asaltante, militar, militante o comandante, sicario o mercenario . La claridad de sus ideas no le permitía distinguir sin vacilaciones la línea casi invisible que separaba cada una de las definiciones. Todos eran capaces de matar al fin y al cabo. La manera como dispusiera de estos nominativos en su texto podría abrir puertas a una mayor claridad o envolver en un velo de distracciones verbales el recuerdo doloroso de los demonios que trataba de exorcizar. Entonces mezcló el recuerdo de los primeros días en que comenzó a visitar el barrio y a considerarse un revolucionario con las primeras experiencias sexuales que vivió en el Buenos Aires de Fuentes y escribió un par de textos de prueba en los que pretendía retratar la mañana. Se tendió cuan largo era de nuevo en el sofá y comenzó a leer su experimento textual como quien observa una pintura que acaba de esbozar. Vio que las ideologías seguían intactas y que los recuerdos podrían esconderse con una especie de tapiz que cubría los colores de gris anunciando un texto ligeramente libre de recuerdos esperpénticos.
Imprimió los textos nuevamente después de hacer algunas correcciones ortográficas y los puso entre un fólder de papel que le servía de archivo. A lo lejos, desde la puerta de su casita blanca se escuchaba el furioso rugido de los motores que atravesaban la carretera anunciando el día en plena actividad. A esa hora siempre el carro del correo hacia su rutinaria vuelta y como un trompo sobre si mismo regresaba al camino para continuar con su labor de repartición de cartas sin saludar y ni siquiera hacer el gesto del saludo.
Una caravana encabezada por una chiva cargada de jorotos para los mercados de los pueblos vecinos paso lentamente agobiada por el peso de los campesinos y sus jotos. Escuchaba las voces o mejor los gritos de los ocupantes que reclamaban al chofer por manejar imprudentemente o por coger los huecos de la carretera y zarandearlos inmisericode.
Era la temporada de verano, los polvosos caminos sin pavimento levantaban nubes de tierra y arenilla que parecían pequeñas explosiones en el horizonte.
Manolo se dijo a si mismo, que importa, pronto comenzará la temporada de lluvias torrenciales y ventarrones huracanados haciendo que todos se resguarden en sus ranchos y veredas hasta que vuelva el verano.
Regresó entonces a sus textos, a la palabra escrita que tanto placer le producía. El marco general de su gran novela estaba todavía llena de grietas y a medida que trataba de dibujar nuevas escenas en su cabeza o incluso al escribirlas en determinados momentos o durante el recuerdo de algunas de esas vivencias, le aparecían nuevos y abismales vacíos que no eran otra cosa que nuevos interrogantes que le surgían. No era la veracidad de su memoria. Era el registro de la exactitud o el registro de la verdad o tal vez el registro de su memoria cargada de ficciones que distorsionaba la realidad. Había logrado desarrollar las carácterísticas fundamentales de algunos de estos personajes, de los más importantes. Ya tenía un Stephen Dedalus, Un Leopold Bloom y una Molly pero le faltaba hacer las conexiones lógicas con el entorno histórico y cultural. Lo asaltaba la duda y se preguntaba que valor tenía todo eso. Ellos van a seguir matando sin consideraciones. Todo vale nada si el resto vale menos, se dijo, recitando un verso del poeta. Si le hubiera hecho caso a él ahora estaría bebiendo aguardiente y durmiendo la borrachera sobre un piano sin patas como el de Beethoven, como todos los pianos de Beethoven, o quizás estaría serruchando las pata a uno nuevo o armando un escándalo a la madrugada para despertar y escandalizar a los vecinos pequeño-burgueses. Ja!Ja!Ja! se río Manolo. Si pudiera expresar el sentido de sus últimos pensamientos. ¡Si sus amigos pudieran verlo! El Universo total de su novela se le aparecía como una inmensa acumulación de mercancías donde no podía ubicar a los humanos personajes con los que había compartido los años de la revolución. Era una clase de conjuntos inmenso, pero lleno de inquietudes, donde el título no correspondía con las épocas porque al lado de las descripciones de los debates ideológicos aparecían siempre unas grandes manchas de sangre que rompían la hilación del relato. De los salones austeros de un capitolio soñado por Bolívar o Miranda surgía un cementerio de realistas insepultos que se rebelaban contra la decadencia del imperio y querían perpetuarse como fantasmas que animaban la calma intemporal de un cementerio.
Luego los tiempos del campo lleno de esclavos, las comunas jesuitas, la forja de una república que terminaría siendo bananera. ¡Que ironía!, todas las ideologías resueltas en sangre y banano.
Como saltar doscientos o trescientos años y llegar a la ciudad moderna para descubrir que en el fondo las almas seguían apresadas entre los muros de los conventos de Tunja enladrillados con las monjas rebeldes que satisficieron las necesidades sexuales de los soldados patriotas. Si ellas, las rebeldes capaces de romper sus votos de castidad para darle fuerza a la soldadesca descalza que cruzaba el páramo de Pisba, terminaron sepultadas en vida bajo toneladas de emplastos de barro y ladrillo criollo. ¿Cómo organizar las historias personales de aquellos que hicieron su infancia y su adolescencia, sin perder el hilo conductor de las determinaciones sociales y económicas de los personajes?.
Manolo siguió escribiendo, detallista, palabra por palabra, como un orfebre con una gramática y una ortografía excelentes. Desde el punto de vista de la construcción su texto era impecable. Pero seguía insatisfecho. Le parecía que su tarea era descomunal. Parecía imposible poner de acuerdo las ideologías y por supuesto a los hombres que las predicaban o que simplemente las vivían. Pero porque angustiarse, repetía para sí, pensándolo bien… no estoy escribiendo para nadie. Que me importa si no puedo acabar esta tarea. Yo no me invente el mundo, yo no fui su creador, yo solamente quiero entenderlo, pero eso solamente me importa a mi. Lo que escriba quizás nunca sea leído por nadie más.
Se sirvió un trago de whisky, con sus pensamientos atriborrados de experiencias desde que hacía diarios de campo en el barrio Soledad y trataba de darle un cierto orden a sus recuerdos. Las calle sin pavimento, la escuela parroquial, los pequeños surcos de cultivo de vegetales y legumbres silvestres, casas de cartón y pedazos de lata rellenas con piezas de madera cortada rudimentariamente sin ningún cuidado, casas sin piso hechas sobre la tierra o la grama donde se armaban los camastros o se tiraban al suelo simplemente sobre costales para descansar luego de las agotadoras jornadas buscando que comer en una ciudad fría como las torres de cemento e inhumana como el rugir agresivo de los motores de tantos buses y busetas destartalados y contaminadores que inundaban el paisaje citadino. Todo esto hacía que la memoria de sus personajes se volviera brumosa por momentos y un conjunto surrealista de figuras al estilo de Dalí le inundaba las neuronas y lo dejaba en un estado de semi-conciencia muy parecido al sueño donde las figuras de sus personajes adquirían dimensiones monumentales, muchas veces rodeados de vasos y urnas con una mezcla característica de Grecia pero con diseños aztecas y figuras de Nahuatls intemporales y borgianos que le refrescaban la existencia de la muerte.
Estuvo a punto de partirse el espinazo mientras releía sus textos por la mala posición que adopto sobre una silla en la que se fue estirando de manera descuidada y distraído por la lectura al doblar una pierna la silla perdió el equilibrio y se fue de bruces contra el suelo. Esto lo regresó a la simple y pura realidad.
Manolo se había instalado en la casa abandonada de su abuelo en Málaga y desde la pequeña planicie sobre la que sobrevivía la ciudad sin cambios por más de cien años podía ver los villorrios y las veredas vecinas con solo desplazarse unos cien metros hasta la esquina donde terminaba no solo la calle sino el pueblo y comenzaba el precipicio que terminaba en un horizonte de pequeñas poblaciones con sus iglesias coloniales de arquitectura española y sus plazas centrales. La novela tenía más de doscientos pliegos escritos en medio de sopores y arrebatos que lo hacían escribir por días enteros sin comer ni dormir, seguidos por periodos de un sueño incontenible que lo dejaba inconsciente hasta por una semana completa luego de la cual se despertaba como viviendo un guayabo interno y empezaba de nuevo a recomponer las piezas de su rompecabezas. Este pedazo de ideología aquí, esta creencia religiosa allá, esta introducción en esta esquina, este párrafo en aquella otra. Su paso por el cuarto de baño entonces lo llevaba a sumergirse en el descubrimiento de su propio cuerpo. Como un ritual, cada vez que usaba el baño había establecido una serie de procedimientos enjundiosos y rigurosos para redescubrir su cuerpo cada día y disfrutar de cada uno de los segundos mientras se bañaba la boca, orinaba, defecaba, se masturbaba, se jabonaba y juagaba como si fuera el dueño del universo y pudiera echarse toda el agua de los océanos sin que le importara un comino el resto de la humanidad y sin que corriera el tiempo. Parecía que ya hubiera vivido todo el tiempo y que solo le quedara el recuerdo. Cada vez era un nuevo comienzo para volver a organizar los recuerdos y empezar a buscar la forma de hacer trascender la memoria de sus vivencias en sus textos.
Los interrogantes que surgían al confrontar los textos antiguos y medievales con los textos del racionalismo kantiano y la fenomenología de la historia de Hegel le producían en ocasiones dolores de cabeza, pero eso no importaba pues era en esos momentos cuando más entusiasmado buscaba la manera de recomponer los rompecabezas filósoficos que se le ocurrían. A quien podría preocuparle lo que él pensara de Hegel o de Nietzche en el siglo XXI, pensaba Manolo, pero eso no le impidió seguir aferrado a su trabajo. Había que seguir escribiendo. Todo se mueve por contradicción. El movimiento es el resultado de dos cosas opuestas, de dos pensamientos diferentes, de dos seres diferentes como el hombre y la mujer. Buscó entre los pocos libros que se habían salvado de la catástrofe y comenzó a documentarse acerca de los distintos caminos que la teoría de contrarios habían tomado desde que la formulo el oscuro Heráclito de Efeso, ermitaño, desde su refugio en las montañas del Peloponeso.
Los baches en las historias le causaban gran preocupación. Eran muchos años armando las memorias y esos baches había que llenarlos con recuerdos ordenados simétricamente.
Bueno, se decía, ese era un problema inicialmente de ubicación. Donde, desde, aquí, las formas geométricas o trigonométricas. Primero el problema era el espacio, por supuesto, el planeta, el área, la geografía, el hecho topológico. En fin, había que ubicarse, sí. Era un problema de ubicación. Con esas ideas buscaba desarrollar un concepto que le permitiera definir el problema de la ubicuidad sin caer en los provincialismos tan agobiantes de la literaturas del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX. Especialmente en ciertas regiones llenas de ciudades pequeñas. Comenzó entonces a delimitar la geografía. Era una estructura de cadena montañosa, o sea una cordillera según los geólogos propia del terciario lo que explicaba el gran número de volcanes y la continua actividad sísmica, o sea una tierra donde se producen constantes movimientos de tierra, algunas veces precedidos de erupciones volcánicas desperdigando lava, fuego y ceniza. Surcada esta tierra por algunos ríos que se fueron convirtiendo poco a poco en alcantarillas y fundidos, además, con el paisaje de desperdicios que provocaban las empresas cementeras. Una espuma grotesca de monstruosos desperdicios fecales y químicos alimentaba extraños insectos y bichos capaces de destruir toda otra forma de vida sobre el planeta. No era la primera vez que trataba de describir la ubicación o mejor de finiquitarla. Por eso en estas disquisiciones pasaba no solo los minutos sino las horas, los días y las semanas. De pronto le sobrevenía un ataque de angustia existencial y soñaba con regresar a alguna ciudad costera. Lo atacaba la nostalgia del mar ahora tan lejano desde esta cordillera ardiente y fría en la que se había refugiado tratando de imitar a Heráclito su primer maestro. El tiempo siempre terminaba imponiéndose, por eso la topología cambiante de todos sus intentos por delimitar una ubicuidad lo llevaban a ratos a unos interrogantes insoportables que le hacían doler el cerebelo.
Trataba de narrar las creencias y las ideologías que habían influido de manera determinante en su formación personal y que lo habían conducido a esas guerras que no acababa de entender. En realidad sabía bien que era lo que había sucedido, o mejor, lo había vivido pero no aceptaba muchas cosas que creía que hubieran podido ser distintas, o tal vez, más que estar descontento por el rumbo que tomaron estaba tratando de entenderse a si mismo y de saber porque había actuado de una manera o de otra en diferentes o similares circunstancias y como es que había cambiado tanto de un lustro al otro.
Manolo concluyó definitivamente que eso tampoco era lo más importante, ahora parecía que su cuerpo comenzaba a manifestarse independientemente de su voluntad racional. Era cuando lo asaltaba un intenso dolor en la espina dorsal entre dos vértebras que le pinchaban los nervios y le producían múltiples y extraños dolores. Le dolía la espalda a la altura del sacro-coxígeo y de la región lumbar, los pinchazos de dolor se extendían inmediatamente por la boca del estómago y le producían la sensación de estar padeciendo de una intensa acidez estomacal, y como si fuera poco enviaban radiaciones dolorosas al oído y a unas muelas que ya le habían sido extraídas. Qué extraño se decía Manolo, me duelen unas muelas que ya no tengo. Se amarraba una faja en la cintura y otra a la altura del pecho para ayudarse a mantener la columna en posición y así dominar los dolores que lo aquejaban. Se colgaba de una varilla que había colocado en la puerta superior de una puerta sobre el umbral y aguantaba lo que más podía tratando de hacer que la columna se estirara y liberara los nervios punzados.
Volvía entonces sobre sus disquisiciones, algunas veces placenteras y otras definitivamente fastidiosas cuando se le atravesaban pensamientos oscuros y negativos que ensombrecían su estado de ánimo. Era cuando se cerraba las sandalias y regresaba de nuevo a la calle en busca de la colina por la que repetía incesante su rutina de caminar y caminar y caminar desesperadamente como si no tuviera un destino.
Retrato de situaciones. Una vez ubicado debería comenzar a pensar en las situaciones desde un punto de vista conceptual, es decir, no podía quedarse pegado al azar de las ideas puras, de las sensaciones, de los simples recuerdos. No. Era necesario conceptuar. Su decisión tenía una vieja raigambre en sus ancestros, un tatarabuelo modelo del siglo XVIII andaba cargado con el peso de la ilustración y 6000 libros que llevaba a todas partes. Era un proceso cultural vuelto tradición. Llevaba años reuniendo información, visitando bibliotecas y galerías, leyendo y releyendo libros de historia, de caballerías, novelas rosa y novelas de amor. De sus lecturas recordaba con profunda devoción y afecto las novelas de Salgari, los tres Mosqueteros, Los Caballeros del rey Arturo, en fin, libros que leen los niños en las casas de las familias cultas en el mundo latino. Pero también tenía un profundo aprecio por Wilde, El Ruiseñor y la Rosa, El Fantasma de Canterbury. No solo recordaba todos estos libros y cuentos, y a sus autores, sino que en medio de sus disquisiciones acostumbraba a citar de memoria textos completos que había aprendido desde la infancia y la adolescencia.
Su relato tendría la necesidad de recopilar también sus experiencias literarias se dijo. Sería el resumen total de todo aquello que había vivido durante los cuarenta años de vida que lo habían obligado a este temprano retiro entre las montañas en que había nacido y lejos del mar que había amado tanto.
De alguna manera había estado presente en la Revolución Francesa y en su influencia sobre las luchas de independencia de Colombia y Venezuela. Entender el cómo y el porqué y sus posteriores consecuencias también constituía un reto en el conjunto de su armazón textual. La empresa de la conquista con todo su peso de lengua y religión en Iberoamerica le llevaba a consultar las obras de Germán Colmenares para alimentar su ávida necesidad de comprender la historia. Sin embargo, no solo esta ubicación tan ligada directamente a sus ancestros le interesaba. Se apasionaba con las imágenes de libros escolares con los restos de las paredes decoradas de la Creta anterior a la Grecia clásica, con sus mujeres de senos tan hermosos que se llevaban desnudos para ser lucidos con orgullo, amaba esas escenas hogareñas; y ahora a pesar de tantos años y de tantas y tan intensas experiencias añoraba sus días de estudiante. Hasta hubiera querido ser un ciudadano cretense, pensaba Manolo, en medio de su soledad intencional y fenomenológica.
Un día escribió un cuento en el que quería retratar la fuente de sus primeras creencias. Sí, porque todos tenemos creencias. Un círculo finito de infinitas palabras donde reproducimos a imagen y semejanza de nuestros padres, amigos, mentores y conciudadanos una serie limitada de creencias sobre todas las cosas y pensamos que ese conjunto de creencias es la verdad. Esto sin darnos cuenta que ese círculo finito de infinitas palabras reproducen las aberraciones y los errores de las generaciones anteriores sin pasar por algún tamiz o filtro que nos haga reflexionar sobre la validez y justicia de esas creencias. Creencias que se imponen y se extienden por los campos, los pueblos y las ciudades y que en algún momento hacen parte de eso que han denominado planamente la identidad nacional de algún país. Creencias sobre el más allá, sobre al amor, sobre el trabajo, sobre las relaciones humanas, sobre el sexo, sobre la religión, la economía, la política, los insectos, las plantas, las aves…en fin, sobre todo lo conocido y lo desconocido. Creencias que llamamos populares en ocasiones, pero al fin creencias que nos permiten justificar todos nuestros errores. En algún momento en la construcción de esas creencias, por ejemplo, surgió la idea de que las guerras son justas, y luego de que organizar y armar ejércitos es también correcto y de allí la mejor de las ideas, aquella que afirma que matar soldados esta bien. En las guerras del siglo XXI se escandalizan por la muerte de civiles en los mal llamados conflictos armados pero justifican siempre la muerte de los soldados como si estos no fueran seres humanos.
Entonces quiso re-escribir la historia de Alejandro Magno y de las guerras médicas.
De la misma manera que un artista plástico se enfrenta a problemas de perspectiva y de color, Manolo trato de retratar sus primeros contactos con las creencias, tratando de apropiarse la historia, no de manera particular, sino la historia en general, ese bloque compacto de acontecimientos humanos que nos han traído hasta este momento de existencia.
Conciente de las dificultades de la tarea que se había impuesto, Manolo se había detenido numerosas veces en el camino de su vida a pensar si realmente sería capaz de concluir su obra o por lo menos adelantarla al máximo posible, sabiendo que tenía los conocimientos fundamentales y la experiencia. Realmente no aspiraba a que su obra fuese el “Sumum” de todas las obras, pero quería rescatar como un testimonio esa parte de la historia que nadie recuerda porque todos quienes la vivieron estaban ya muertos o habían desaparecido devorados por el monstruo traga individuos de la globalización y las necesidades particulares de la subsistencia. El se consideraba simplemente un sobreviviente y la necesidad de ser ermitaño más que la decisión de refugiarse en la soledad de su propia alma, era el medio seguro para sobrevivir.
El recuerdo de sus conversaciones con el chino Vladdy, lo retrotraían a sus primeros años de adolescencia, cuando el teatro y la política eran unas tendencias esquizofrénicas o unas fijaciones infantiles con las cuales se ayudaba para enfrentar su vida emocional en un medio que comenzaba a ser supremamente frívolo a pesar de las ardientes pasiones que lo movían. Comenzaban por hablar de que antes del hombre las cosas no tenían nombre. Si el hombre no existiese el planeta y el universo del que hablamos sería simple y llanamente la ignominia misma que es la nada. Porque puede ser lo mismo la nada que la ignominia. No existir no es lo mismo que no tener nombre y sin embargo, para nombrar la nada hay que tener un nombre, pero en la nada no hay nombres y venimos de ella y hacia ella caminamos. Pero hablaban sobretodo de cambiar el país y de cómo la oligarquía que gobernaba no dejaba espacios a ninguna forma de expresión libre sin que la censura y el atentado físico se manifestaran. Hablaban de las condiciones que generaron más de 165 guerras civiles en un siglo. De la guerra de los mil días y de la violencia que comenzó en los treinta y de las masacres de los años cincuenta, del asesinato de Gaitán, de la dictadura de Laureano, Adios Laureano, /nunca laureado,/ adiós emperador de cuarto piso/, de godos y cachiporros, de rojos y azules.
Jamás olvidaría después de muchas batallas en un paréntesis de la guerra revolucionaria cuando pensaban que estaban protegidos por una tregua larga, la manera como los afectó el suicidio de uno de los Antonios. Contra la voluntad de muchos, como pocas veces, se habían reunido para tomar unas cervezas y conversar un poco, pero la pasaron tan bien que la charla se prolongo desde la luminosidad de la tarde hasta que la belleza de la ciudad fue dominada por los grises de la noche, y difrazada de negro, cuando estaban a punto de despedirse muy contentos por lo agradable del encuentro y la charla, llego la terrible noticia. Ni siquiera pudieron ir juntos al velorio por razones políticas. El recuerdo del chino Vladdy era como una premonición de su próximo encuentro.
No lo había visto desde que tuvo que encerrase en una embajada extranjera por varias semanas solicitando asilo político y luego cuando se lo concedieron partió al extranjero para comenzar una nueva vida. No quiso mantener ningún vínculo personal que pudiera, no solo recordarle los avatares que lo llevaron a ese exilio, o alterarle emocionalmente, sino además, poner en peligro su propia seguridad física y su total autonomía individual. Volvió entoces a enfocar su mente sobre el problema de la ubicación y a repasar sus diarios de campo archivados caprichosamente en un rincon de su cerebro atormentado.